Huele a café recién hecho y tostadas. Ella aún retoza bajo las sábanas y tú, en la habitación contigua, sentado frente a aquel escritorio desvencijado y revuelto, ya lías un cigarro mientras desgranas las historias de algún libro abierto.
Ella despierta, se viste la camiseta que tú lucías la noche anterior. Se levanta lenta y tímidamente, tirando de la tela para esconder el cuerpo bajo la ropa.
Estudia el cuarto.
A la izquierda, una estantería cubre toda la pared con multitud de libros apelotonados. Sobre el muro contiguo, libre de muebles y estantes colgados, descansa un sugerente cuadro abstracto apoyado en el suelo. De frente una puerta entreabierta. Ella desconoce si hay alguien más en la casa.
No parece haber pasado el tiempo en este ‘taller’. El cuarto está desordenado y a ella le recuerda a la estancia de un literato bohemio del París de los años 20.
Descubre entonces un rancio olor a tabaco y alcohol, que delatan un cenicero rebosante de colillas, un porro encendido y una cerveza abierta en el suelo.
—¿Eso fue antes de encontrarnos anoche?
A la derecha estás tú. De espaldas a un ventanal, sin persianas ni cortinas, que descubre el cielo de Madrid entre tejados y ventanas que amenazan la intimidad. Demasiado arrimada y expuesta a la curiosidad ajena, se siente ella.
Pero no frena. Coquetea, ahora dejando asomar su ropa interior y entrever su cuerpo. Avanza su paso hacia ti, aún vacilante. – Un ‘bureau’ ambiguo, quizá para ti-. Tú bajas la mirada y te sonríes mientras inhalas una calada del cigarro prendido. La invitas a café y tostadas.
Ella toma una de las tazas grandes de café, da un sorbo y enciende un cigarro.
—¿No tiene azúcar?
—Tú apuras el cigarro liado.
—Léeme un cuento.
Y la lees párrafos rotos de páginas desgastadas.
—Léeme otro.
Ella te escucha atenta -absorta quizá-, pero tratando de no destapar demasiado su agrado. Tú no aciertas a interpretar sus ganas. Son más de las tres de la tarde y ella aún se pregunta por qué permanece allí.
La noche anterior había invitado a dos desconocidos a encontrarse. Tú solo, ella acompañada. La revoloteabas. Ella jugaba pero iba y venía. La seguías, la besabas. Ella te devolvía el beso y desaparecía como humo entre la multitud.
La noche no descansaba en Madrid y cambiabais de escenario. Ninguno sabíais a dónde ibais pero alguien te invitó a subir en su taxi. Ella no se sorprendió pero, lejos de espantarse, encubrió sonrisas incrédulas entre las otras féminas. Fuera como fuese, no te rehuyó.
Aterrizasteis entonces en otro garito que deshonraba el amanecer del centro de la capital. Solo música y más alcohol. Ni se acercó, ni le robaste un beso más.
La noche ofrecía sus últimos bailes y un incipiente sol amenazaba con el día.
Entonces tú decidiste invitarla a casa y ella acompañarte.
Durante horas hacéis el amor sin descubriros.
Solo después, os halláis el uno frente al otro, desnudos, entre palabras confesadas e inquietudes compartidas. Una ventana sin persianas deja paso al sol y la luz no induce al sueño. Dos extraños compartiendo un colchón desde el que se resisten a despertar.
—¿Qué pasó anoche? —dice ella.
—¿Qué nos ha pasado? —dices tú.
Se sienta en tu regazo. Observa un tomo del Ulises de Joyce, que descansa sobre el pequeño escritorio junto a una decena de otros libros más marcados con papeles y tarjetas.
—¿Los lees todos a la vez?
—¿Quieres fumar?
—Solo mi cigarro. ¿Hacemos otro café?
Se deslizan las agujas del reloj sin avanzar las horas de aquel cuarto.
Deshacen de nuevo la cama. Fuera hace mucho frío pero bajo aquella colcha quema el calor de dos cuerpos enredados.
Se armoniza un baile de pasos sincronizados y apetitos empapados.
Es de noche y ella debería irse. Pero ninguno desea estar en otro lugar más que en aquella habitación.
Se visten sin ganas mientras apuran las bocas.
Abandonan el viejo portal frente el Teatro Maravillas.
La acompañas al taxi.
—¿Volveremos a vernos?
Después.
—Yo, como suspendido sobre la acera, expectante. Tú subiste a aquel coche y, mientras arrancaba, sostuviste la mirada. Me seguiste con los ojos hasta desaparecer hacia la otra punta de Madrid —confesaste un día a Luk—. Entonces supe que volvería verte.