El huracán seguía sacudiendo a ritmo de un tambor ensordecedor. Había tomado tierra. Las ventanas temblaban y el suelo palpitaba de tal forma que pretendía hacerte perder el equilibrio pero tú te mantenías en pie. Erguida, con la cabeza bien alta, como una colegiala en tiempos de guerra, como una bailarina de ballet… El viento te golpeaba fuerte la cara pero tú imaginabas una brisa acariciándote la piel, un tren descarrilado pero con agarraderos donde sujetar afanosa las manos para no caerte, como el arnés de un alpinista, como la cuerda que sujeta el pie de un surfista. Filamentos e hilos se deshilachaban pero tú cosías más rápido que una tejedora industrial.

Y pasó la borrasca. Y quedaste. Con heridas del roce de la cuerda de tus pies, con las marcas de un arnés sobre la cintura, con los eccemas del viento en tu cara… pero derecha y aún más fuerte que la bailarina que se venda los pies después de estar tanto tiempo, en la vida, de puntillas.

No me cortes el paso, que mi cuerpo lleva mil kilómetros más andados que tú. No me cortes la respiración con tus palabras necias porque llevo una botella de oxígeno a la espalda y no me apetece bucear.

Mírame, sorpréndete y no me juzgues por el pasado. Ni por el presente. Tengo más llagas pero también más agallas. Y miro al frente.

Aún me estoy quitando las vendas, pero ya salen solas. No están pegadas a la piel. La bailarina se ha puesto su maillot de niña pero ha desatado los lazos de sus zapatillas para no volverse a poner de puntillas.

Dime algo. No te quedes parado. Un abrazo bastaría. El sol sigue asomando cada día. Y yo sigo siendo la misma. He tirado los zapatos que me hacían daño.

Bailemos. Pero bailemos descalzos, desnudos y sin mochila. Si llega la lluvia, mi mejor paraguas es el que cala mi pelo sin miedo a despeinarme.