Cuando uno deja de ver la televisión tradicional y empieza a navegar e inmiscuirse en la alternativa de los pódcast, la oferta a uno le resulta tan abismal que puede acabar sumergido en el caos informativo vacío, inmediato y oportuno; o en el más desgraciado sentir anacrónico ante una realidad, concebida muy distante, que presentan algunos streamers millennials.
Paso de decir que sobrepaso ya casi la treintena, que me siento más cercana a los jóvenes que a los de mi generación a medias entre la EGB y la LOGSE, pero que a veces las redes sociales me superan y que Tik Tok ya me sobra por desapetencia y saturación mediática internauta.
Sin embargo, he de pararme ante lo que uno a veces encuentra por casualidad. Que no, lo sé, imposible que sea casual, hasta ahí llegó por experiencia o a pesar de mi edad. El algoritmo de Google me conoce mejor que mi madre.
Nunca me suelo fiar del boca a boca por viralidad o moda. De hecho, suele representarme esto como una voz casi garante para mí de peligro. Me dan miedo la tecnología y las redes. Desconfío y preveo la distopía. Aún considerándome individuo moralmente abierto y democrático, a veces, incluso, he de reconocer, que el hecho de que cualquier persona pueda ahora tener voz, me pone en modo alerta.
Pero busca y encuentra. Podrá haberlos mejores, y no me ha dado tiempo a verlos, o ‘para gustos los colores’, pero he encontrado al joven que me ha reconciliado con el periodismo y la figura del entrevistador, sin serlo de carrera.
Hace un par de días me topé con un personaje, creo que innato de potencial y, espero, futuro. Seguro que muchos me habrán hablado de él y yo ni caso.
Se trata de Ricardo Moya, un joven de treinta años que por esa ‘mirada suya’ para saber elegir las preguntas e invitar, a veces desde la complicidad, a veces desde la ingenuidad o sorpresa, pero siempre desde la apertura de miras, a analizar el pensar de una sociedad a través de la experiencia de unos personajes que consigue muestren su realidad más costumbrista y existencialista a la vez.
Para escuchar esto hay que tener tiempo y no cabe duda. Puede realizar entrevistas de dos horas sin hoja de ruta ni papel y a ritmo de cervezas en bar, pero habiéndose estudiado la biografía de cada personaje a bocanadas antes.
Esto ya pocos periodistas lo hacen. Por exceso de trabajo, falta de tiempo, órdenes diversas, agendas mediáticas multinacionales, a saber. Qué más da. Tampoco tiene nadie tiempo de escucharse o verse un pódcast de dos horas, a no ser que seas como yo y te encuentres en paro.
Maneja a la perfección los ritmos ‘televisivos’ sin ambiciones de audiencia pero con la absoluta empatía hacia el personaje entrevistado. No se permite a sí mismo interrumpir el discurso para con los demás Y eso es de agradecer.
Para muchos serás tedioso, para mí un joven Jesús Quintero. Hay que remontarse al Youtube de las discrepancias entre Quintero y Alsina por una discusión periodística memorable. ¿Qué es lo que quiere escuchar el pueblo? Y esto lo digo yo: ¿la información mediática inmediata, corrosiva y sin corroborar a golpe de clickbait o la información que contrasta, no invade y pausa, para llegar a la reflexión?
¿Qué querríamos televisivamente analizando las antiguas audiencias que presentaba Sofres?
No me cabe duda de que la gente llega cansada a casa y busca entretenimiento, desconectar, no pensar y quedarse dormido con lo más burdo del sistema. El nivel actual, y lo entiendo y lo he practicado, es el del sábado después de comer con peli de Antena 3 para dormir la siesta. Y que nadie me la quite.
Pero hay más ahora. Y os recomiendo, en este sentido otra vez redundante, ‘El sentido de la birra’ de Ricardo Moya. No he encontrado parangón aún.
Me vi entrevistas antiguas: Enrique San Francisco. Recientes: María León. Sin quejarme de minutos y resultándome esclarecedoras a corazón abierto pero sin mierdas. Quédate con lo que puedas aprender de cualquier ser humano por famoso que sea.
Y he aquí lo que ha presentado hace unos días Ricardo Moya como cumbre, a su parecer y al mío, pretensión de programa.
Interesantísima entrevista de Ricardo Moya a Anónimo García, primer condenado por trato degradante, según el artículo 173.1 del Código Penal, por un acto de libertad de expresión, con 18 meses de cárcel y más de 15.000 euros.
Anónimo fue uno de los activistas creadores de Tourlamanada.com, una falsa invitación a recorrer el lugar de los hechos de la superdocumentada violación de los San Fermines para señalar, en forma de sátira, la incisiva y morbosa cobertura de los medios.
La web solo estuvo activa 72 horas, tres días en los que la plataforma activista Homo Velamini consiguió, al menos a mi parecer, el primer paso de su objetivo: llegar a los medios y espeluznar a la sociedad con su brutal propuesta.
Una vez las TV se hicieron eco del bulo, se eliminó el contenido del site y, desde el mismo dominio, se desmintió la grotesca oferta turística y se advirtió de su verdadero propósito: provocar una reflexión profunda sobre la excesiva recreación del horrible episodio, pero este segundo objeto no se consiguió.
¿Por qué? Porque los medios no desmintieron el bulo. ¿Cómo iban a señalarse a sí mismos y hacer autocrítica o no de su propia gestión del suceso? El mero hecho de la plasmación de esa disrupción podía hacer repensar al lector, oyente o espectador.
La abogada de la propia víctima fue quien denunció a Anónimo García y no retiró la acusación ni aún después de conocer la verdadera intencionalidad de su gesto. La sentencia no solo no tenía precedentes en nuestro país, si no que resulta distópica, me reitero, al menos para mí.
La charla entre ambos interlocutores de la entrevista es para escuchar porque ninguno se queda en el simple engranaje de los hechos objetivos, si no que trasciende al puro objeto de análisis a través de un examen filosófico sobre la absoluta incapacidad individual ante los poderes fácticos, la imposibilidad intrínseca de la objetividad, la inevitable agenda setting, la ideología como brazo extensor de la religión.
Como resultado, el coloquio invita a pensar sobre este circo kafkiano que supera a veces los límites de la racionalidad. De ahí, vendría la premisa ‘ultrarracionalista’ -como ellos la denominaban- de la propia organización activista, que yo desconocía y ahora deseo analizar con suma atención.
Son deberes para mí como periodista de carrera pero sobre todo como consumidora de información. Ahora bien, también propongo como tarea este capítulo a todas las Facultades de Ciencias de la Información y Sociología porque esto es digno de análisis y crítica.
Gracias, Anónimo, por esa labor activista que nos invitó a repensar sin caer en la teoría conspiranoica de esa mano negra a modo de Ser Supremo que mueve los hilos del régimen mundial, en contraposición, ¡ojo!, o paralelismo, al absurdo de un devenir a la deriva como sociedad sobreinformada, sobrexpuesta y sobreimpuesta.
Y, gracias, Ricardo, por ser, estar y parecer como periodista intrusivo de raza, reitero, a mi parecer, que pone en acceso estos temas y sabe cómo desgranarlos.