Nunca he sabido atarme los zapatos, no al menos como una persona ‘normal’. Cuando era pequeña aprendí a sujetarme los cordones de las botas de una forma diferente, con otro tipo de nudo, con mi propio lazo. Obstinadamente terca, no dejé que nadie me enseñase por un afanado empeño en querer hacerlo todo sola.
Este es otro tema a ocupar pero el caso es que con los años descubrí que mis zapatos vestían un lazo más grotesco que el de los demás. Las botas iban igualmente sujetas pero aquella atadura era más farragosa, tardaba más en hacerla y el resultado no era tan elegante como el de las otras niñas, especialmente, no la lazada de los zapatos, si no los lazos de los vestidos o los recogidos para el pelo.
Intenté entonces aprender el modo de hacer de los demás, me dejé enseñar a practicar un nuevo lazo, más fino, menos enredado, más normal. Pero siempre olvido cómo se hace de nuevo. No desecho mi vieja costumbre, aun siendo mucho menos práctica y mucho más deslucida.
Es lo que suele suceder. Vamos creciendo y aprendiendo, eligiendo aquello que nos gusta y lo que no, las respuestas que creemos más inteligentes, los motivos que más no seducen, las ideas que compartimos, las cualidades que nos definen, las creencias por las que rezaríamos… Pero no desechamos las antiguas lecciones, aun cuando descubrimos su impostura.
A todos nos cuesta desprendernos de los muebles viejos. Todos tenemos un sótano, un trastero, un armario lleno de cosas viejas, inutilizadas, inservibles. A veces olvidamos incluso que están ahí, guardadas, tapadas, encajadas, ajustadas unas con otras para que quepan más, cogiendo polvo.
Nos cuesta deshacernos de lo que algún día tuvo valor o alguna utilidad para nosotros, aunque ahora solo haga las veces de comida para polillas.
Almacenamos móviles obsoletos, zapatos que nos están pequeños, ropa de una talla imposible, papeles sin validez, bolígrafos sin tinta e incluso carnés de identidad caducados.
Ocupan nuestro espacio, nuestros armarios. Los ensucian. Y apenas dejan hueco en los estantes para ninguna nueva adquisición. O los apretujas hasta la extenuación, estropeando el nuevo material, o cierras el armario por límite de aforo y dejas sin derecho de admisión a ningún objeto más.
Tal y como funciona nuestra cabeza. Atesoramos viejos recuerdos, creencias, sentimientos… inutilizados, inservibles, que cogen polvo, que ocupan nuestro espacio y lo ensucian. Pero nos cuesta despojarnos de ellos.
Acostumbramos a decir que, cuando uno es niño, su cabeza es como una enorme esponja capaz de absorberlo todo. Es entonces cuando empezamos a almacenar las palabras, los números, los colores… Aprendemos verdades sobre el universo, los modales a la mesa y aptitudes como dar las gracias cuando nos hacen un regalo o a pedir perdón cuando lastimamos a alguien.
Nuestros padres, nuestros profesores, los libros que nos recomiendan, la radio que nos sintonizan, el barrio en que vivimos, el modelo de sociedad que profesan las tiendas en que compramos, la televisión que consumimos, nuestros hermanos y amigos… nos van enseñando las cosas que iremos almacenando como conocimiento, verdad, estímulo-respuesta, derecho con deber, acción con sentimiento sobrevenido..
Y así, a medida que vamos creciendo, se va creando nuestro particular mundo de ideas. Un mapa de conceptos interconectados, muy sólido, sobre el que se va construyendo la estructura de nuestro cerebro. Un arcón capaz de almacenar y clasificar cada idea acorde con el antiguo esquema de conceptos por una mera vieja asociación.
Y este mapa sobrevive a la infancia, en algunos casos incluso a la adolescencia pero, llegada la madurez, toda esa estructura comienza a tambalearse como un castillo de naipes. Aparece la capacidad crítica, el juicio propio, la personalidad. No en todos los casos, por supuesto.
Y todas esas verdades que creíamos irrefutables comenzamos a cuestionarlas. Entonces descubrimos conocimientos erróneos, creencias falsas, verdades sesgadas, sentimientos manipulados. Sin embargo, jamás los desechamos de inmediato.
Algunos deciden conservarlos en su lugar por no romper los esquemas, como quien decide casarse de blanco por la Iglesia aun sin creer, rezar, ni cumplir ninguno de los preceptos que marca la religión.
Otros, sin embargo, sin saber qué hacer con ellos, los llevamos al trastero con los muebles y las ropas viejas. No somos capaces de desecharlos por completo.
Y he ahí la cuestión. Las antiguas lecciones entorpecen las nuevas porque no las dejan espacio, porque las ensucian, porque las llenan de polvo.
¿Cómo aprendemos a desaprender? Cómo tachamos los conocimientos erróneos, cómo abandonamos las falsas creencias, cómo nos abrimos a la verdad para que esta deje de estar sesgada, cómo reconducimos los sentimientos.
Podríamos decir que es tan sencillo como aprender a dar una lazada pero la verdad es que yo a veces rezo y no creo en Dios, disculpo a personas que no merecen perdón, doy las gracias por presentes que no me gustan y me siento a la mesa de un modo que me resulta incómodo la mayor parte del tiempo.
Y es que cuando uno crece ya no tiene porqué asistir a la obediente disciplina de las estrictas clases de ballet a las que yo iba siendo niña. Espalda recta, pecho al frente, estómago encogido y cabeza alta sin rechistar. No. Cuando alcanzas la madurez, la disciplina es la que tú ejerces y el baile es libre.
Solo hemos de dejar de tener miedo a tirar las bailarinas y atrevernos a hacer un nuevo lazo.
Tienes otros zapatos y has aprendido un nudo más resistente que te ata los pies. Si te liberas del maillot y dejas que el castillo de naipes esparza las cartas sobre la mesa no perderás el equilibrio.
No necesitas la barra de ballet. Estás sujeta con un nuevo lazo.