Amanece y amenaza otro día. Sol sombrío. Calor frío. Brisa ventosa.
Se asientan las calles. Se disponen las aceras.
Se esperan los nuevos pasos. Se desenrollan las oportunidades.
Aseamos la noche. Nos maquillamos para disfrazarnos el rostro. Nos alzamos los tacones para pisar más fuerte. Nos ataviamos con ropas extravagantes para distinguirnos.
Comienza la rutina, la inercia del día, el automatismo.
Pie derecho sobre el asfalto. Rechina la máquina reseteada durante la noche. Despiertan desengrasadas las poleas. Los motores preparan el arranque. Por fin se inicia la marcha.
Posición de encendido.
Estado automático.
Ritmo normal.
Apertura de agenda. No hay semana vista, ni día por página.
Planning: el quehacer solo pone en vista los cinco minutos siguientes. Desplegar un lapso de tiempo más allá es ahogar el motor.
Avanzamos directos y con pose firme. Mirada única y direccionada al frente.
Sorteamos la gravilla del suelo, proseguimos sin caernos.
La tierra rota y prospera el día. El sol se desliza de este a oeste sobre los pasos y con él la luz va cambiando su tonalidad.
La grava se convierte en piedras gruesas de mayor volumen.
Pero continuamos el quehacer. Sin ansiar futuro ni esperanza, el andar se vuelve balado y sin rumbo. Solo es una máquina que va agotando el día con artes mecánicas y desprovistas de inteligencia.
El día se cansa, la luz se atenúa, y los pies se desplazan cada vez más dispersos.
Las piedras se transforman en concertinas barbadas, que esquivamos.
Pero se acerca la noche. Comienza a apagarse la luz.
Se detiene el latir, se encoge la onda que marca la frecuencia del son y el vaivén de pronto se vuelve tan arrítmico que duele y enciende la angustia.
Sin polos positivos ni negativos, sin fuerza en la manivela que mueva enérgica las poleas. Se vence el ritmo frenético del autómata.
Las piedras son ahora balas que te atraviesan el músculo rojo.
Sin quehacer, el robot descubre que tiene alma, y le pesa.
Suplicamos y rezamos sin dios al que invocar. Que se apague la luz, que pare de girar esa manivela, que se colme esa pila incombustible que renace por un sinsentido instinto de supervivencia.
La batería agota la energía del mecanismo robótico y el cuerpo se abandona a la merced de un reloj sin cuerda ni sol.
Apremia la noche. Más grandes que el sol pero más lejanas. Las estrellas no dan calor.
Un cuerpo de hojalata sin pilas busca un artificio que le inyecte primero dopamina para no sucumbir a la oscuridad. Después un grajo de trazadona para rendirse a la paz del sueño.
Pero el sueño a veces se hace pesadilla y una tormenta de arena te araña la piel antes de la vigilia. A veces fugaz y ligero, a veces profundo, intenso y aterrador. Despiertas empapado en medio del caos sin saber distinguir lo real de lo onírico.
El alma que descubre el robot es el arma poderosa de un cerebro, que encasquilla a veces, que en ocasiones dispara sin control, que te alcanza sin apretar el gatillo.