Parecía un día cualquiera más en el dietario de Bridget. La agenda marcaba otra rutina autómata de quien no sabe vivir sin reglas. De quien no sabe dar un paso si no está apuntado en una lista. A quien los días no pertenecen y son calcos idénticos los unos de los otros. A quien la vida pasa fuera ajena y, adentro, solo es existencia muerta. A cada amanecer, Bridget solo tenía puntos a seguir de un inventario prefijado, cerrado y escrito en papel por ella misma para ir tachando a lo largo de la jornada.
Bridget tan solo era un robot que acataba, cumplía órdenes propias y culminaba tareas, atendiendo a una inercia desmedida, aferrada solo a un estúpido instinto de supervivencia animal ajeno a cualquier naturaleza humana, porque todo lo demás estaba tan estrictamente planificado con la matemática y aplastante exactitud de una computadora personal.
Como cada día, aquella mañana el despertador debería sonar a las 6,00 AM con la entrada de los primeros rayos de sol a través de una ventana sin persianas. Y Bridget desayunaría un café solo, dos huevos fritos aderezados en el plato con dos rodajas de tomate y un poco de pan de soda. Después, recogería los platos de la cocina, cambiaría las sábanas de la cama, pondría una lavadora con su escasa ropa, separando cuidadosamente la ropa azul y/o negra de la blanca —tampoco vestía en casa ningún color más de esa gama del arcoíris que hacía tiempo no avistaba—. Doblaría y plancharía la ropa tendida del día anterior. Limpiaría el polvo del dormitorio y de la sala de estar. Regaría las plantas del interior de la casa: las orquídeas con sumo cuidado —era esa una de las pocas bellezas del ecosistema que se permitía contemplar—. Solo una vez completada y tachada la agenda de la mañana, se consentiría una ducha y se arreglaría, aún para quedarse y refugiarse en casa, tras las trincheras, aunque también esta sería una tarea metódica.
Tras el baño, hasta secarse con la toalla era un ritual prefijado y ordenado: primero, la cara, el cuello, después el tronco, luego una pierna, luego la otra, para terminar en cada uno de sus pequeños, blancos y delgados dedos de cada pie; después desenredarse el cabello mojado separando cada delicado pelo con un peine fino; ponerse la crema hidratante, primero en el rostro, después en todo el resto del cuerpo —esta vez en modo inverso, de arriba a abajo, desde los tobillos hasta el escote—; hasta secarse y alisar la larga melena, peinándola ahora con un cepillo de hebras naturales con sumo esmero y cuidado para no perder ningún cabello más; solo, por último, vestirse la ropa interior impecablemente lisa y blanca —la negra de encaje comenzaba a empaparse del mismo polvo que Bridget—, otros vaqueros azules o negros de tiro alto a lo 90s high waisted jeans y amplios, muy amplios, aunque perfectamente planchados, y otra camiseta inmaculadamente blanca de algodón. Una vez rociada con agua y jabón, acariciada con hidratantes, cuyo tacto jamás palparía nadie, y perfumada con un aroma fresco y floral con el que tampoco nunca se deleitaría nadie, se conectaría a Internet, revisaría y seleccionaría minuciosamente su correo electrónico, la mayor parte a desechar, y se prepararía para el almuerzo exactamente como cada día, a las 12,30 horas.
Bridgid Collins vivía sola en una casa con jardín en el condado de Clare, una de las seis provincias de Munster de la costa occidental de la república de Irlanda. El océano Atlántico era una de sus más fervientes pasiones pero hacía tiempo que no dejaba verse ni abrazarse por su olor, ni tan siquiera por aquella armonía que le embriagaba al escuchar sonar el traqueteo de sus olas.
Había pasado ya un año, doce meses desde que se rindiera a la vida y la realidad ajenas para guarecerse en la fortaleza de su hogar. Un hogar delimitado por enormes trincheras que ella misma había erigido, a propósito de proteger su propia seguridad.
Pero aquella mañana del 3 de mayo de 1995, la maquinada agenda de Bridget no se activó en Clare. Bridget no quiso escuchar el despertador. Abrió los ojos incluso antes de que escapase su alarma —el reloj biológico seguía rigiendo impasible a sus conatos de desdeño—. Pero, esta vez, Bridget no dio un salto automático, se mantuvo entre las sábanas, las dio media vuelta, se estiró, se relajó, se consintió su tiempo —ese que nunca se permitía—, y solo cuando le apeteció, se incorporó. Pero esta vez no para mirar la lista de quehaceres del día, ni para acometer ninguna de las tareas del hogar que el dietario marcaba. No. Bridget se levantó, se estiró de nuevo, amplia y disolutamente, y se dirigió al cuarto de aseo en vez de a la cocina, y a la toalla en vez de a la bayeta del polvo. Este día se sacudiría el propio.
Permaneció casi una hora bajo el agua destellante de pureza. No hubo un orden prefijado. Se lavó las vergüenzas, los complejos, se frotó y barrió los miedos… gozó por vez primera en decenas de semanas de aquel agua acariciante, sin método ni ritual, sin quehacer de una lista, abriendo y desplegando las alas de la supremacía del ‘yo’ aniquilado en la rutina robótica y pasada.
Aquel baño resultó purificador. La basura pasada con la que rociaron su recargada y sobrepasada sensibilidad, los posos del viejo café amargo, los complejos con los que algunos le tildaron y condenaron, y el miedo… el miedo… ese pánico atroz y paralizador avanzaban ahora por el desagüe como una escabechina y Bridget iba a dar un paso el frente. Sobraron las cremas, el secador de pelo, la ropa blanca y la negra. Aquella mañana Bridget expondría su cabello mojado al sol; luciría unos labios rojos deshidratados sin carmín; se ataviaría un vestido verde como la esperanza, y bordados de un hilo tan fino que calcaban, con precisión, los nervios de cada una de las hojas de una rosaleda sin espinas, con escrupulosidad, la seducción de cada pétalo de unas corolas tan atrayentes para la polinización, tan rojas y tan vivas como el fuego que ardía bajo el sobrenombre celta de Bridget; subiría al coche y se desplazaría hasta los Acantilados de Moher.
Los majestuosos acantilados. Desde esos de los que tantas veces había soñado saltar al vacío, estallar contra las rocas, para desvanecerse en ese mar bravío del Atlántico que rompía cadencioso y malhumorado siempre.
Pero hacía un año que Bridget no daba un paso más allá de la verja de su jardín. Hacía un año que no hablaba con nadie que no fuese ella misma, ni tan siquiera se había permitido un intercambio breve de palabras a través de ese teléfono que desconectó alevosa y consecuentemente. Y ahora tenía que practicar.
–A, e, i, o, u… Me… me llamo… me llamo Bridgid Collins, tengo 39 años, antepasados celtas, sangre irlandesa y partida de nacimiento española, aunque resucité esta mañana en una ducha del condado de Clare. No, esto último no lo puedo decir…
Bridgid debía desatascarse la garganta, apenas le emergía la voz tras tantos meses de presidio vocal voluntario. Pero iba a hacerlo. Y solo tenía que…
–Uno, dos, tres pasos, y piso fuera de la verja. Sin mirar atrás.
El baño había sido purificante y mitigador pero no iba a resultar tan fácil acometer aquella proposición. Más de veinticinco minutos le costaron frente a la cancela de su propia cárcel para abrir los barrotes y dejarse tocar por ese sol que no alcanzaba su jardín.
Bridgid Collins había padecido en el último año lo que los médicos inexpertos denominan ‘ataque’ fugaz ‘de pánico’, algún subtipo de agorafobia y un irremisible TOC. Nada más lejos, un científico o doctor experimentado en la materia habría expuesto, alegado e indicado sobre su padecimiento una premeditada, sensata y racional elección de vida. Lejos de la realidad, pero tras una deliberada y cuerda reflexión del querer ‘ser, estar y parecer’ en el mundo. La trinchera y el TOC respondían tan solo a una medicina auto prescrita para escoltar el dolor.
El mundo había emergido en los últimos años para Bridgid Collins como un pasaje casi bíblico de terror: una existencia que le tornaron indigna rodeada de fantasmas del pasado, de monstruos con garras y seres apreciables y despreciables que hacían daño y posaban heridas aún sin quererlo.
Lesiones y heridas que no cesaban de sangrar, que no sanaban, que iban dejando feas cicatrices en cada poro de su piel, blanca inmaculada antes, ¿antes de qué?. Antes de que lo malo se concediese beligerante el sorpasso ante la belleza de su parecer, antes de que el amor, que sacudía, limpiaba y le protegía de cada trol mundano y humano, se esfumase, antes de que el suplicante anhelo, la impaciente espera ante su regreso se prestase a la vuelta o giro azaroso y reverente de un único dado.
Bridgid Collins había visto, olido, oído y palpado el mal a través de los mismos ojos, el mismo olfato, la misma oreja, la misma mano, con el mismo rasero y con la misma intensidad que la belleza, que la pasión, que el amor… todas ellas condiciones pasajeras, interruptoras y paliativas de una vida plagada de contradicciones, contrariedades y obstáculos. Pero, ¿quién abdica, declina y renuncia a una emoción tan exquisita tras sabida y experimentada su presencia a pesar de tanto mal pretorio entremediado?
Bridget todavía confiaba, aún cobijada tras sus trincheras.
—Un pie, luego el otro, y cierro la cancela de esta cárcel. Estoy fuera. Y el corazón me late a toda velocidad. –Hablaba agitada consigo misma.
—Hoy vuelvo a tener 18 años y vuelvo a montar en bici. En aquella ocasión descubrí que jamás uno olvida cómo pedalear sin perder el equilibrio. Entonces no me caí. Así, ahora solo tengo que seguir posando un pie delante del otro, hasta alcanzar el coche sin perder la compostura.
—¿Y si tropiezo con algún ser humano, de esos que hace tanto no siento, antes de llegar? —Los latidos de aquel músculo rojo tan impresionable comenzaban a dispararse, más de 90 pulsaciones por minuto in crescendo, pero no iba a dar media vuelta. Esta vez lo haría.
Alcanzó el coche. Sucio, muy sucio, de esos donde puedes escribir o delinear la forma de un corazón en sus ventanillas con el dedo tras el polvo acumulado a pesar de las lluvias.
Abrió la puerta, entró, se sentó, cerró, y por fin respiró.
—¿Y ahora qué? Arranco el coche y pongo rumbo a Moher. Se agotaron las posibilidades. Una vida muerta; una muerte en vida; o un renacimiento. Ahí fuera, en el mar, frente a esos acantilados, se me aventurarán las tres últimas opciones.
Por fin Bridgid giró la llave y arrancó el motor. Apenas sincronizaba dos pies soterrados en el olvido de la práctica ante los pedales: el acelerador, el freno, el embrague; palancas que no activaba ni en su propia vida humana.
Aquellos cuarenta kilómetros de viaje que le deparaban arbitrariamente en la vida podían inyectarle los ojos en sangre presa del pánico o podían recrearle los ojos ante la belleza de un paisaje natural, histórico y humano que hacía un año no contemplaba. Bridget condujo entre castillos, dólmenes, cruces celtas, antiguos y severos asentamientos arqueológicos que se exhibían afuera; adentro, en la cabeza de Bridgid, pero al compás de esa misma línea de horizonte que pasaba tras los sucios cristales, otras piedras vetustas, otros fósiles, otras fortalezas, menos majestuosas y épicas que las de la región de El Burren pero, aún si cabe, más altas, robustas y asentadas.
Transcurrieron tan solo treinta minutos hasta la parada prefijada. A Bridget le había costado soltar el pie del acelerador para mantener la velocidad delimitada. ¿Qué importaba? Había sido un viaje de carretera y de vida. Desde la infancia, pasando por la adolescencia, la juventud, hasta la madurez y última senectud, alcanzada tan solo por una cabeza. No. Por un corazón, precoz, embriagado al meter la quinta marcha a toda velocidad cuando se asciende una pendiente desconocida. La velocidad, la marcha, el motor, la vida, se ahogó. Y casi pereció. En medio de la cuesta, en medio de la vida, a mitad del viaje. Aquel enérgico brío de la línea de salida le había dejado sin apenas fuerzas para acceder a la segunda vuelta.
Pero eso ya había pasado y pagado. Ahora se encontraba frente a un terreno de arena abierto y vacío a llenar. Tan solo un autobús de turistas desconcentraba su cometido pero parecía culminar su visita. Aguardó a su retiro. Hasta que aquel vehículo plagado de incertidumbre, a modo de seres humanos, se alejó.
Nada ni nadie más se interponían ahora al alcance de su vista ni de su vida. Solo tenía que apearse, del coche, aún no estaba claro si de la vida.
Y se bajó. Temblorosa. Con el pie derecho aún tiritando ante aquel descontrolado y tenso acelerador. Pero posó este primero, después el izquierdo y, otra vez, uno delante del otro, consiguiendo avanzar. Hasta alcanzar el interminable muro que recorría longitudinalmente los exhaustos kilómetros de aquellos majestuosos acantilados. Y lo paseó durante cientos de metros, dejando atrás la torre circular del señor Cornelius O’Brien, y lo fue acariciando con la mano izquierda posada sobre cada una de sus viejas y ya saladas piedras.
Hasta llegar a ese campo verde delimitado y atrincherado por una endeble valla de plástico y un antiestético cartel de ‘prohibido el paso’, que no hacía si no llamar a su paso.
No sería esta la primera vez que rompiera aquella barrera visible e invisible y caminase de recreo montada a lomos de aquel acantilado a cobijo del Atlántico, ese sugerente, atractivo, llamador rompedor de olas que te invitaba una y otra vez a caer al vacío para bailar con él.
Bridget apresuró la marcha. Y ya estaba al borde, al borde de una estructura rocosa demasiado abrupta y salvaje, al borde de una caída libre de más de 200 metros hasta el fondo del océano. Cedió un paso más y ya le acariciaba la brisa marina los pies. Los dedos de ambas extremidades podían danzar ya en cada zapato libres de tierra firme forzada debajo.
—Vamos Bridgid, ¿qué vas a hacer? —Sin esperarlo, Bridget se tambaleó ante aquella inesperada, pertinente o inoportuna voz. ¿A quién pertenecía, de dónde procedía? Un mal paso para girarse y caería irremisiblemente al vacío.
—¿Quién eres?
—Bridgid, ¡Bridget!, ¿no me reconoces?
—Vamos, no juegues conmigo, un paso en falso y…
—Un paso en falso y ¿qué? ¿No vas a atreverte a dar media vuelta y evidenciar quién soy?
—Me invitas a dar ese paso en falso, ¿verdad?
—¿A qué has venido si no, Bridget?
—Basta de juegos. ¿Quién eres?
—¿Quién quieres que sea, Bridgid? A ver, inspírame… ¿El amor declinado, Bridget, ese que sepultaste para no sentir? ¿Tu mazo, el Martillo de Thor, el martillo de Bridget, ese con el que pretendes impartirte tu propia justicia? ¿O acaso soy el miedo y, por tanto, tu dueño, tu amo, tu patrón del barco, Bridget, ese que sigue consiguiendo apoderarse de ti y de tu navío? ¡Oh, no! ¿No seré ese maligno fantasma literario que inventaste y suplicas te lance al vacío para redimirte la culpa?
—Basta ya. No he venido aquí para eso.
—¡Ah!, ¿no? Pues sin darte cuenta has eliminado una de las tres bazas del juego. Aquí ya no hay trincheras, Bridget. Tan solo está el frente, el vacío, el Atlántico, las rocas. Tu muerte prematura y cobarde. Si no, voltéate, rauda y veloz pero girando esos pies tambaleados cuidadosa y lentamente, y atrévete a mirarme a los ojos. Espera, deshazte primero de esos zapatos contaminados si no quieres resbalar.
—¿Pretendes que caiga?
—No, Bridget, te procuro una armadura sin zapatos desgastados para poder girar tu cuerpo sin temblar y contemplar lo que hay al otro lado.
—¿Al otro lado del Atlántico?
—Al otro lado, detrás, al frente, arriba, abajo, a tu derecha, a tu izquierda… Bridget, ¿es que no lo ves? Ha estado ahí todo el tiempo y no te aprobaste licencia para mirarlo.
—¿Eres…?
–¿Eres? Soy… Soy la vida, Bridgid. Mis pasos no están apuntados en una lista, Bridget. Soy caprichoso, azaroso, impredeciblemente bueno, impredeciblemente malo. Pero si no te giras, Bridget, si no lanzas los dados… Ya no hay trinchera que valga ni que puedas elevar para salvarte, solo te espera el Atlántico.
—¿Y si doy un mal paso y caigo?
—Ya lo sabes, Bridget. En esa orilla con la que coqueteas entre vivos y muertos no hay sol, ni arena fina, ni campo verde, ni siquiera lluvia, tormenta, ni fango. Solo están el agua y las rocas allá abajo, pero si te giras, yo permanezco impasible aquí aún aventurado y conocido el riesgo.
—Dame la mano. ¿Qué pasa si decido girarme y me caigo de todas maneras y en contra de toda voluntad?
—¿Voluntad cobarde destinada a elección propia de soledad y vida muerta? ¿Voluntad temeraria destinada a elección propia de soledad y muerte en vida? ¿Para qué otra mano? Si ya tuviste todas y no cogiste ninguna… ¿Por qué ibas a hacerlo ahora?
—Porque por fin comprendí. Porque echo de menos esa mano cualquiera, impredecible, caprichosa, azarosa, esa partida, ese turno ninguneado que decliné. Porque por fin lancé el dado para atrapar al vuelo cualquiera de las bazas que me toque jugar ahora. Pero no sé dónde ha caído ese maldito poliedro aleatorio, ni qué cara exhibe y, si ni una sola mano se presta para ayudarme a encontrarlo, ya no hallaré jamás cara ni cruz en la moneda de esta mía, tuya, vida.
Y en esas el despertador sonó de nuevo, en ese preciso instante en que ante el gesto desapaciguador de aquel brindis al sol, a la vida, al que invitaba un avatar onírico, aquel le convulsionaba a un nuevo jornal de dietarios. Casi como en una paramnesia intermitente, Bridgid tomó de nuevo la agenda y alzó la trinchera.