El patio de mi casa

Te recuerdo. Te recuerdo siempre atenta, siempre dispuesta. Te recuerdo siempre con el delantal.

Tu porte elegante, tu gesto amable, tu pelo blanco como las perlas, tu piel fina en el rostro, tu cortesía, tu dedicación, tus manos trabajadas.

Recuerdo el olor a ‘nenuco’. Me desenredabas el pelo mojado frente al espejo del viejo cuarto de baño. Subida a una banqueta, frente a ti, me enseñaste que había también que peinarse cuidadosa las cejas, y que la colonia debía rociarse detrás de las orejas y sobre las muñecas. Nunca lo dijiste pero lo aprendí mientras, suave y delicada, me acicalabas tras el baño y usabas aquel bote transparente y rugoso con pulverizador, para perfumarme con ese olor a infancia.

Recuerdo las meriendas, los desayunos. Recuerdo los enormes tazones de Nesquick y aquellas pajitas que guardabas en el armario sobre el fregadero. Cada color para uno de los revoltosos que por allí correteábamos.

Te recuerdo en la cocina. Siempre frente a los fogones, siempre de pie, siempre servicial. Nunca te vi sentarte a comer antes de que los demás hubiésemos terminado la fruta. El yogur. Y aquel Cola Cao con galletas que nunca supimos impugnar.

Recuerdo tu paso tranquilo, tu tacto cálido, tu sutileza, tu honestidad, tu prudencia a veces y tu silencio sabio.

Recuerdo al abuelo. Sentado en su sillón. Descosiendo los hilos bordados de cada brazo. Recuerdo tu cuidado, tu esmero, tu paciencia, tu entrega. Incombustible hasta el final de su camino. Fue entonces cuando entendí que existía el amor, la lealtad, el compromiso. Pero no como una obligación del matrimonio, si no como la respuesta final más digna, más franca, más  fiel de una auténtica compañera de viaje.

Recuerdo a Tata. Sentada en su rincón favorito del sofá. Recuerdo las tardes de pipas y las golosinas de Manrique. Siempre tan contenta, siempre tan entusiasta. Siempre con dos oídos expectantes a escuchar los avatares de los más jóvenes. Siempre fácil, siempre asequible, siempre empática, siempre protectora, siempre con un cajón de consejos prevenidos a aportar. “Siéntate y cuéntame”.

“¿Y por qué no escribes?”

Recuerdo el patio de mi casa, y el patio de la tuya, a un cruzar de acera, a tres pasos de un portazo después de una regañina con mamá. Y recuerdo tu casa, que era mi casa, que era nuestra casa, que era la casa de todos.

Y te recuerdo a ti. Apoyada sobre la ventana, siempre alerta, siempre vigilante. Mientras jugábamos en aquel patio. Como un ángel protector velando por las rodillas con las que corría, por los pies con los que mi hermano chutaba el balón, por los brazos con los que mi hermana balanceaba la comba.

Desde el octavo piso, desde aquella larga y enorme terraza donde los chicos extendían el Scalextric y tiraban cosas por el balcón, donde  mi hermana y yo jugábamos con la Granja de Playmobil hasta que llegaban ellos con sus pistolas y nos arrasaban el poblado tan cuidadosamente construido.

Y crecimos.

Y qué no se habrá visto desde aquella ventana. Siempre saludabas. Unos que venían, otros que iban, esos que se alejaban y aquellos que llegaban. Siempre despedías.

Qué no habrán visto esos ojos cansados tras el cristal donde antes te asomabas cómplice a todas nuestras vidas, donde ahora nos esperas, donde ahora te doras los brazos, donde ahora te sientas a respirar el aire que te llega del Cantábrico.

Y mientras, pasa otra Navidad. Y nos despedimos. Y nos tememos. Pero llega otra y la contamos. La celebramos. Y de nuevo nos despedimos. De nuevo nos tememos. Y pasa otra. Y otra. Y ahora ya no llevas delantal, y mi casa es tu casa, y la cocina la encienden unos, la mesa la ponen otros, y tu asiento es el primero.

Y ahora somos nosotros quienes te cuidamos las rodillas, quienes velan por tus pies, quienes te cogen del brazo. Y ante el temblor de tu mano fatigada a cada cucharada, te peinamos el pelo, te acicalamos, te perfumamos.

Y no habrá mujer más valiente, ni señora más distinguida, ni esposa más entregada. Y no habrá madre semejante, ni abuela igual.

Y no habrá para quien escribir. No habrá palabras.

Solo habrá una ventana y, al pasar, todos seguiremos mirando hacia arriba a la espera de encontrarte.